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    ALLÍ DONDE TODAS LAS RAZONES HUMANAS FRACASAN: LA IMPORTANCIA PERSONAL
CONVERSACIONES CON CARLOS CASTANEDA (Segunda Parte)





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            papel relevante que nos concedemos a nosotros mismos en cada una de las cosas que hacemos, decimos o pensamos, constituye una especie de "disonancia cognitiva" que nubla nuestros sentidos y  nos impide ver las cosas clara y objetivamente. "Somos como pájaros atrofiados. Nacimos con todo lo necesario para volar y, sin embargo, estamos permanentemente obligados a dar vueltas en torno a nuestro yo. El grillete que nos doblega es la importancia personal. "El camino para convertir a un ser humano común y corriente en un guerrero es muy arduo. Siempre se interpone nuestra sensación de estar en el centro de todo, de ser necesarios y tener la última palabra. Nos creemos importantes. Y cuando uno es importante, cualquier intento de cambio se torna un proceso lento, complicado y doloroso". "Ese sentimiento nos aísla. Si no fuera por él, todo fluiríamos en el mar de la conciencia y sabríamos que nuestro yo no existe para sí, su destino es alimentar al Águila".

  "La importancia crece en el niño en la medida que éste perfecciona su comprensión social. Nos han enseñado a construir un mundo de concordancias al cual referirnos, para que podamos comunicarnos entre nosotros. Pero ese don incluyó una embarazosa secuela: nuestra idea del 'yo'. El yo es una construcción mental, vino de fuera y es tiempo de que nos deshagamos de él". Afirmó Carlos que las fallas en que incurrimos al comunicarnos, son una prueba de que la concordancia que hemos recibido es absolutamente artificial. "Después de experimentar durante milenios con situaciones que alteran nuestros modos de percibir el mundo, los brujos del antiguo México descubrieron un hecho portentoso: que no estamos obligados a vivir en una sola realidad, porque el universo está construido con principios muy plásticos que pueden acomodarse en formas casi infinitas, produciendo innumerables gamas de percepción". "A partir de esta verificación, dedujeron que lo que los seres humanos recibimos de fuera fue la capacidad de fijar nuestra atención en una de esas gamas para explorarla y reconocerla, amoldándonos a ella y aprendiendo a sentirla como si fuese única. Así surgió la idea de que vivimos en un mundo exclusivo y, en consecuencia, se generó el sentimiento de ser un 'yo' individual".

   "No hay dudas de que la descripción que nos han dado es una posesión valiosa, semejante a la estaca a la que se ata un arbolito tierno para fortalecerlo y conducirlo. Nos ha permitido crecer como personas normales en una sociedad amoldada a esa fijeza. Para ello tuvimos que aprender a 'desnatar', es decir, a hacer lecturas selectivas del enorme volumen de datos que llega a nuestros sentidos. Pero, una vez que esas lecturas se convierten en 'la realidad', la fijeza de la atención funciona como un ancla, pues nos impide tomar conciencia de nuestras increíbles posibilidades. "Don Juan sostenía que el límite de la percepción humana es la timidez. Para poder manejar el mundo que nos rodea, hemos tenido que renunciar a nuestro patrimonio perceptivo, que es la posibilidad de atestiguarlo todo. De ese modo, sacrificamos el vuelo de la conciencia por la seguridad de lo conocido. Podemos vivir vidas fuertes, audaces, sanas, podemos ser unos guerreros impecables, ¡pero no nos atrevemos!".

   "Nuestra herencia es una casa estable donde vivir, pero nosotros la hemos convertido en una fortaleza para la defensa del yo, o mejor dicho, en una cárcel donde condenamos a nuestra energía a debilitarse en cadena perpetua. Nuestros mejores años, sentimientos y fuerzas se nos van en reparar y apuntalar la casa, porque hemos llegado a identificarnos con ella". "Para cuando el niño se vuelve un ser social, ha adquirido una falsa convicción de su propia importancia, y lo que en un principio era un sentimiento sano de auto preservación, termina transformándose en un reclamo ególatra de atención". "De todos los regalos que hemos recibido, la importancia personal es el más cruel. Convierte a una criatura mágica y llena de vida en un pobre diablo pedante y sin gracia". Señalando para sus pies, dijo que el sentirnos importantes nos obliga a hacer cosas absurdas. "¡Fíjense en mí! Una vez me compré unos zapatos muy finos, que pesaban casi un kilo cada uno. ¡Me gasté como quinientos dólares para andar arrastrando mis zapatotes por ahí!". "Por causa de nuestra importancia, estamos repletos hasta los bordes de rencores, envidias y frustraciones, nos dejamos guiar por los sentimientos de complacencia y huimos de la tarea de conocernos a nosotros mismos con pretextos como 'me da flojera' o '¡que cansado!'.  Detrás de todo eso hay un desasosiego que intentamos acallar con un diálogo interno cada vez más denso y menos natural".

   En este punto de su plática, Carlos hizo un alto para responder algunas preguntas y aprovechó para contarnos diversas historias aleccionadoras sobre el modo en que la importancia deforma a los seres humanos, transformándolos en cascarones rígidos frente a los cuales un guerrero no sabe si reírse o  llorar. "Después de estudiar durante algunos años con don Juan, me sentí tan espantado de sus prácticas que me alejé por un tiempo. No podía aceptar lo que él y mi benefactor me hacían. Me parecía inhumano, innecesario, y anhelaba un trato más dulce. Aproveché para visitar a diversos maestros espirituales de todo el mundo a fin de encontrar en sus doctrinas alguna enseñanza que justificase mi deserción". "En cierta ocasión conocí a un gurú californiano que se creía la gran cosa. Me admitió como su discípulo y me dio la tarea de pedir limosnas en una plaza pública. Considerando que era una experiencia nueva para mí y que probablemente sacaría una importante lección de todo ello, hice acopio de valor y cumplí con su encargo. Cuando regresé a verlo, le dije: '¡Ahora hazlo tú!'. Se disgustó conmigo y me expulsó de la clase". "En otro de mis viajes fui a ver a un conocido maestro hindú. Me presenté en casa desde temprano y formé fila con otros curiosos. Pero el señor nos tuvo esperando durante horas. Cuando apareció, en lo alto de una escalera, tenía un aspecto condescendiente, como si nos estuviese haciendo un gran favor en admitirnos. Comenzó a descender los escalones muy dignamente, pero sus pies se enredaron en su amplia túnica, cayó al suelo y se rajó la cabeza. Murió allí mismo, frente a nosotros."

   En otra ocasión, Carlos nos dijo que el demonio de la importancia no sólo afecta a los que se creen maestros, sino que es un problema general. Uno de sus baluartes más firmes es la apariencia personal. "Ese era un punto por el que siempre me sentí dolido. Don Juan solía atizar mi resentimiento burlándose de mi estatura. Me decía: '¡Entre más chaparro, más ego maniático! Eres pequeño y malo como una chinche; ¡no te queda otra cosa que ser famoso, porque de otro modo no existes!' Afirmaba que el mero hecho de verme le daba ganas de vomitar, por lo que estaba infinitamente agradecido conmigo". "Yo me ofendía con sus comentarios, porque tenía la convicción de que exageraba mis defectos. Pero un día entré en una tienda de Los Ángeles y pude comprender que él tenía toda la razón. Escuché que un individuo decía a mi lado: '¡Shorty!' (corto), y me sentí tan irritado que,  sin pensarlo dos veces, me volteé y le pegué con fuerza en la cara. Después supe que el hombre no había dicho eso por mí, sino porque se había quedado corto con su cambio". "Uno de los consejos que nos dio don Juan fue que, durante nuestra formación como guerreros, nos abstuviéramos de emplear lo que él llamaba 'herramientas para la perpetuación del yo'. Incluía en esa categoría objetos tales como los espejos, la exhibición de títulos académicos y los álbumes de fotos con historia personal. Los brujos de su grupo tomaban ese consejo en forma literal, pero a los aprendices no nos importaba. Sin embargo, por alguna razón, yo interpreté su comando en forma extrema, y desde entonces ni siquiera permito que me tomen fotografías". "Cierta vez, mientras daba una conferencia, expliqué que las fotos son una perpetuación del auto reflejo, y que mi renuencia tenía como objeto el mantener una cómoda incógnita en torno a mi persona. Después me enteré que cierta señora que estaba entre los asistentes y que se las daba de guía espiritual, había comentado que, si ella tuviese mi cara de mesero mexicano, tampoco se dejaría fotografiar.

   "Al observar las mañas de la importancia personal y el modo homogéneo con que contamina a todo el mundo, los videntes han dividido a los seres humanos en tres categorías, a las que don Juan les puso los nombres más ridículos que pudo conseguir: los orines, los pedos y los vómitos. Todos cabemos en una de ellas". "Los orines se caracterizan por su servilismo; son adulones, pegajosos y empalagosos. Es el tipo de gente que siempre te quiere hacer un favor; te cuidan, te previenen, te apapachan; ¡tienen tanta compasión! Pero de ese modo enmascaran el hecho real, que no tienen iniciativa propia y por sí solos nunca llegan a nada. Necesitan de un comando ajeno para sentir que están haciendo algo. Y, para su desgracia, dan por sentado que los demás son tan amables como ellos; por eso siempre están dolidos, decepcionados y llorosos. "Los pedos, en cambio, son el extremo opuesto. Irritantes, mezquinos y autosuficientes, constantemente se imponen e interfieren. Una vez que te agarran, no te dejan en paz. Son las personas más desagradables con quienes te puedas topar. Si estás tranquilo, llega el pedo y te enrolla en sus jaladas, te usa en lo posible. Tienen un don natural para ser maestros y líderes de la humanidad. Son los que matan por conservar el poder." "Entre ambas categorías están los vómitos. Neutrales, ni se imponen ni se dejan orientar. Son presumidos, ostentosos y exhibicionistas. Dan la impresión de que son la gran cosa, pero no son nada. Todo es alarde. Son caricaturas de gente que se creen demasiado, pero, si no les prestas atención, se deshacen en su insignificancia.

   "Alguien del público le preguntó si la pertenencia a una de esas categorías es una característica obligatoria, es decir, una condición innata de nuestra luminosidad. Respondió: "Nadie nace así, ¡nos hacemos así! Caemos en una u otra de esas clasificaciones por causa de algún incidente mínimo que nos marcó cuando niños, como puede ser la presión de nuestros padres u otros factores imponderables. A partir de ahí, y a medida que crecemos, nos vamos involucrando de tal modo en la defensa del yo, que llega un momento en que ya no recordamos el día en que dejamos de ser auténticos y comenzamos a actuar. Para cuando un aprendiz entra al mundo de los brujos, su personalidad básica está tan formada que ya nada puede hacer por anularla y sólo le queda reírse de todo eso." "Pero, a pesar de que no es nuestra condición congénita, los brujos pueden detectar el tipo de importancia que nos concedemos a través de su ver, porque el amoldar nuestro carácter durante años produce deformaciones permanentes en el campo energético que nos rodea."

   Siguió explicando Carlos que la auto importancia se alimenta de la misma clase de energía que nos permite ensoñar. Por lo tanto, perderla es la condición básica del nagualismo, pues libera para nuestro uso un excedente de energía; además, porque sin esa precaución, el sendero del guerrero podría convertirnos en unos aberrados." "Eso es lo que le ha pasado a muchos aprendices: comenzaron bien, ahorrando su energía y desarrollando sus potencialidades. Pero no se dieron cuenta de que, a medida que accedían al poder, también nutrían en su interior un parásito. Si vamos a ceder a las presiones del ego, es preferible que lo hagamos como hombres comunes y corrientes, porque un brujo que se considera importante es lo más triste que hay." "La importancia personal es traicionera; puede enmascararse bajo una fachada de humildad casi impecable, pues no tiene prisas. Después de toda una vida de prácticas, le basta con un mínimo descuido, un pequeño traspié y ahí está, de nuevo, como un virus que fue incubado en silencio, o como esas ranas que esperan durante años bajo la arena del desierto, y con las primeras gotas de lluvia despiertan de su letargo y se reproducen."

   "Teniendo en cuenta su naturaleza, es deber de un benefactor espolear la importancia de su aprendiz hasta que estalle. No puede tener piedad. El guerrero debe aprender a ser humilde por el camino más arduo o no tendrá la menor oportunidad frente a los dardos de lo desconocido". "Don Juan fustigaba a sus discípulos hasta la crueldad. Nos recomendaba una vigilancia de veinticuatro horas diarias para mantener a raya al pulpo del yo. ¡Por supuesto que no le hacíamos caso! Excepto Eligio, el más adelantado de los aprendices, todos los demás nos entregábamos de una manera vergonzosa a nuestras propensiones. En caso de la Gorda, eso fue fatal." Contó la historia de María Elena, una discípula aventajada de don Juan que había desarrollado un gran poder como guerrera, pero no supo controlar los vicios de su etapa humana. "Ella pensó que lo tenía todo bajo control y no era así. Le quedaba un interés muy egoísta, un apego personal; esperaba cosas del grupo de guerreros y eso la acabó." "La Gorda se sentía ofendida conmigo porque me consideraba incapaz de conducir a los aprendices hasta la libertad y nunca me aceptó como el nuevo nagual. Una vez que la fuerza directiva de don Juan desapareció, ella comenzó a reprocharme mi insuficiencia, o más bien mi anomalía energética, sin tener en cuenta que eso era un comando del espíritu. Poco después, se alió con los Genaros y las Hermanitas y comenzó a conducirse como si ella fuese el líder de la partida. Pero lo que terminó de exasperarla fue el éxito público de mis libros." "Cierto día, en un arranque de autosuficiencia, nos reunió a todos, se paró ante nosotros y gritó: '¡Bola de pendejos! ¡Yo me voy!'." "Ella conocía el ejercicio del fuego interior, mediante el cual podía mover su punto de encaje hasta el mundo del nagual para reunirse con don Juan y don Genaro. Pero esa tarde estaba muy agitada. Algunos de los aprendices trataron de calmarla y eso la enfureció aun más. Yo no podía hacer nada, la situación había abrumado mi poder. Después de un esfuerzo brutal y nada impecable, le dio una embolia cerebral y cayó muerta. Lo que la mató fue su egomanía." Como moraleja de esta extraña historia, Carlos añadió que un guerrero nunca se deja llevar hasta la locura, porque morir de un ataque de ego es la más estúpida manera de morir." "La importancia personal es homicida, trunca el libre flujo de la energía y eso es fatal. Ella es responsable de nuestro fin como individuos y llegará el día en que nos termine como especie. Cuando un guerrero aprende a echarla a un lado, su espíritu se despliega, jubiloso, como un animal salvaje que es liberado de su jaula y puesto en libertad."

    "La importancia personal se puede combatir de diversas maneras, pero primero hay que saber que está ahí. Si tienes un defecto y lo reconoces, ¡ya es la mitad!." "Así que, ante todo, dense cuenta. Tomen una cartulina y escriban sobre ella: 'La importancia personal mata', y cuélguenla en el lugar más visible de la casa. Lean esa frase cada día, traten de recordarla en sus trabajos, mediten sobre ella. Quizá llegue el momento en que su significado penetre en su interior y se decidan a hacer algo. El darse cuenta es de por sí una gran ayuda, porque la lucha contra el yo genera su propio ímpetu." "Ordinariamente, la importancia personal se alimenta de nuestros sentimientos, que pueden ir desde el deseo de caer bien y ser aceptados por los demás, hasta la petulancia y el sarcasmo. Pero su área favorita de acción es la lástima por uno mismo y por quienes nos rodean. De manera que, para acecharla, ante todo tenemos que descomponer nuestros sentimientos en sus mínimas partículas, detectando las fuentes de las cuales se nutren." "Los sentimientos rara vez se presentan en forma pura. Se enmascaran. Para cazarlos como conejos, tenemos que proceder finamente, con estrategias, porque son rápidos y no se puede razonar con ellos." "Comenzamos por las cosas más evidentes, como: ¿qué tan en serio me tomo? ¿Cuán apegado estoy? ¿A qué dedico mi tiempo? Estas son cosas que podemos empezar a cambiar, acumulando la suficiente energía como para liberar un poquito de atención, que a su vez nos permitirá adentrarnos más en el ejercicio." "Por ejemplo, en lugar de pasar hora tras hora viendo la tele, yendo de compras o conversando con nuestros amigos sobre cosas intrascendentes, podríamos dedicar una pequeña parte de ese tiempo a hacer ejercicios físicos, a recapitular nuestra historia o bien a ir solos a un parque, quitarnos los zapatos y caminar descalzos sobre la hierba. Parece algo sencillo, pero con esas prácticas nuestro panorama sensorial se redimensiona. Recuperamos algo que siempre estuvo ahí y que habíamos dado por perdido." "A partir de esos pequeños cambios, podemos analizar elementos más difíciles de detectar, en los cuales nuestra vanidad se proyecta hasta la demencia. Por ejemplo, ¿cuáles son mis convicciones? ¿Me considero inmortal? ¿Soy especial? ¿Merezco que me tomen en cuenta? Este tipo de análisis se mete en el campo de las creencias -la mera fortaleza de los sentimientos-, así que deben emprenderlo a través del silencio interno y sellando un compromiso muy ferviente con la honestidad. De otro modo, la mente saldrá con todo tipo de justificaciones."

  Añadió Carlos que estos ejercicios hay que hacerlos con un sentido de alarma, porque, en verdad, se trata de sobrevivir a un poderoso ataque." "Dense cuenta de que la importancia personal es un veneno implacable. No nos queda tiempo, el antídoto es la urgencia. ¡Es ahora o nunca!." "Una vez que hayan diseccionado sus sentimientos, deben aprender a reencauzar sus esfuerzos más allá del interés humano, hasta el sitio de la no-compasión.
Para los videntes, ese sitio es un área de nuestra luminosidad tan funcional como lo es el área de la racionalidad. Podemos aprender a evaluar el mundo desde un punto de vista desapegado, tal como aprendimos, siendo niños, a juzgarlo a partir de la razón. Sólo que el desapego, como punto de enfoque, está mucho más cerca del temple del guerrero." "Sin esa precaución, la revoltura emocional resultante del ejercicio de acechar a nuestra importancia puede ser tan dolorosa, que uno puede verse llevado al suicidio o la demencia. Cuando aprende a contemplar el mundo desde la no-compasión, intuyendo que detrás de toda situación que implique desgaste energético hay un universo impersonal, el aprendiz deja de ser un nudo de sentimientos y se convierte en un ser fluido." "El problema de la compasión es que nos obliga a ver al mundo a través de la autoindulgencia. Un guerrero sin compasión es una persona que ha ubicado su voluntad en el centro de la frialdad y ya no se complace en el 'pobrecito de mí'. Es un individuo que no siente piedad por sus debilidades,  a aprendido a reírse de sí mismo."

  "Un modo de definir la importancia personal, es entendiéndola como la proyección de nuestras debilidades a través de la interacción social. Es como los gritos y actitudes prepotentes que adoptan algunos animales pequeños para disimular el hecho de que, en realidad, no tienen defensas. Somos importantes porque tenemos miedo, y mientras más miedo, más ego." "Sin embargo, y afortunadamente para los guerreros, la importancia personal tiene un punto débil, y es que depende del reconocimiento para subsistir. Es como el papalote, que necesita de una corriente de aire para subir y mantenerse en lo alto; de otro modo cae en picada y se rompe. Si no le damos importancia a la importancia, ésta se acaba." "Sabiendo esto, un aprendiz renueva sus relaciones. Aprende a huir de quienes le consienten y frecuenta a aquellos a los que nada humano les importa. Busca la crítica, no la adulación. Cada cierto tiempo comienza una vida nueva, borra su historia, cambia de nombre, explora nuevas personalidades, anula la sofocante persistencia de su ego y se lleva a sí mismo a situaciones límite, en las cuales lo auténtico se ve forzado a asumir el mando. Un cazador de poder no se tiene lástima, no busca el reconocimiento ante los ojos de nadie." "La no-compasión es sorpresiva. Se intenta poco a poco, durante años de presión continua, pero ocurre de golpe, como una vibración instantánea que rompe nuestro molde y nos permite mirar al mundo desde una serena sonrisa. Por primera vez en muchos años, nos sentimos libres del terrible peso de ser nosotros mismos y vemos la realidad que nos rodea. Una vez ahí ya no estamos solos; un increíble empujón nos aguarda, una ayuda que viene de las entrañas del Águila y nos transporta en un milisegundo a universos de sobriedad y cordura." "Al no tenernos lástima, podemos enfrentar con elegancia el impacto de nuestra extinción personal.

   La muerte es la fuerza que da al guerrero valor y moderación. Sólo mirando a través de sus ojos nos volvemos conscientes de que no somos importantes. Entonces ella viene a morar a nuestro lado y comienza a transmitirnos sus secretos." "El contacto con su intrascendencia deja una marca indeleble en el carácter del aprendiz. Este comprende de una vez que toda la energía del universo está conectada. No hay un mundo de objetos que se relacionan entre sí a través de leyes físicas. Lo que existe es un panorama de emanaciones luminosas inextricablemente ligadas, en el cual podemos hacer interpretaciones en la medida que nos lo permita el poder de nuestra atención. Todas nuestras acciones cuentan, porque desencadenan aludes en el infinito. Por eso ninguna vale más que la otra, ninguna es más importante que la otra." "Esa visión corta de tajo la propensión que tenemos a ser indulgentes con nosotros mismos. Al ser testigo del vínculo universal, el guerrero se hace presa de sentimientos encontrados. Por un lado, júbilo indescriptible y una reverencia suprema e impersonal hacia todo lo que existe. Por el otro, un sentido de lo inevitable y tristeza profunda, que nada tiene que ver con la autocompasión; una tristeza que viene del seno del infinito, una ráfaga de soledad que no se disipa nunca." "Ese sentimiento depurado da al guerrero la sobriedad, la finura, el silencio que necesita para intentar allí donde todas las razones humanas fracasan. En tales condiciones, la importancia personal fenece por sí misma."


Conversaciones directas con el Nagual C. Castaneda. Por Armando Torres.